06.11.2012

Magiaru Mircea: el arte de tallar la madera.
Historia de un talentoso artista gitano-rumano residente en Madrid

Por Raquel Rodríguez Camejo


Magiaru Mircea talla una nueva obra en las calles de Madrid / Raquel Rodríguez

En la intersección de la Avenida Alcalá y Conde de Peñalver de Madrid, en el árbol que se encuentra casi rozando el semáforo, sentado en el suelo sobre cartones, a puro martillo y cincel, Magiaru Mircea gasta las horas del verano, invierno, otoño y primavera.

Magiaru es parte de la minoría étnica más importante –9 millones de personas– y a la vez más discriminada de Europa, los gitanos. Gitano y rumano, nos dice, dos “etiquetas” que le han generado exclusión, rechazo y menosprecio, en cualquier lugar que vaya. En España hay alrededor de 700.000 gitanos, lo que corresponde a más del 10% del total europeo, y al 1,4% de la población española. Entre ellos se encuentran los gitanos inmigrantes, mayormente provenientes de Rumanía luego de la caída del comunismo en 1990, con la muerte del presidente Nicolae Ceaucescu.

Magiaru llegó a Madrid en el año 2001, convencido de que en estas tierras tendría la oportunidad y la libertad de hacer lo que siempre le ha gustado desde que era un niño, tallar la madera. Plasmar en ella sus conocimientos y sus ideas artísticas, y poder así vivir dignamente como un artista.

Han pasado muchos años ya, desde que llegó a España y sus sueños no cumplidos aún siguen latentes en su filosofía de la vida. “Yo he vencido” repite incesantemente con orgullo, yo tengo mis obras y cuando las miro, veo en ellas el pasar de toda una vida de sacrificios y penares, pero yo nunca he robado, “yo he vencido… yo he ganado”.


Bailaora tallada por el artista Magiaru Mircea

Autodidacta y sin medios económicos para estudiar Mircea moldea la madera desde los 15 años. Declara que siendo un niño muy pequeño ya sabía dibujar muy bien, que no era una persona preparada porque nadie le había enseñado pero era algo que le gustaba mucho. Proviene de una familia muy pobre y sin estudios que se dedicaba a la venta de chatarra. Nos cuenta que sus parientes murieron a edad temprana  –con un promedio de 48 años–  y que él se quedó solo y se casó joven. Con melancolía en la voz nos dice que tiene 4 hijos y una larga historia de vida de penas y sacrificios. Siendo niño trabajaba con su familia en la recolección y venta de chatarra con un carro tirado por caballos. No tenía tiempo de pintar ni de dibujar porque tenía que trabajar y sólo lo hacía cuando llegaba a la casa si aún quedaban horas de luz natural, porque no tenían luz el eléctrica.

Hoy tantos años después, la luz para poder tallar y realizar su trabajo sigue siendo un gran problema para él. No tiene en su casa en Madrid, luz ni agua (la trae de un grifo público) y además nos dice sonriendo y con simpatía “el techo está roto y cuando llueve el agua viene a por nosotros”. 

Una sonrisa que no ha perdido a pesar de la dureza y la escasez económica con la que ha vivido toda su vida. No fui a la escuela primaria, recuerda, y cuando intenté ir la Escuela de Artes  Plásticas en Rumanía –con 23 años de edad– me dijeron que era “muy viejo” para empezar. Fue luego de ganar un concurso de diferentes ramas del arte  –dibujo, pintura, escultura– muy popular en su país, cuando comenzó a estudiar siguiendo el consejo de los organizadores del mismo. 

Con 35 años concurrió a 10 clases de física y matemáticas y a un trimestre en la Escuela de Arte.  Esa ha sido toda su enseñanza en la profesión de tallista. Se lamenta del poco apoyo que recibió en Rumanía y recuerda con tristeza el robo de una de sus más reconocidas obras desde una exposición. No pudo hacer nada al respecto, la policía no le dio mayor importancia y los organizadores de la exposición se limitaron a decir que había desaparecido, sin responsabilizarse.

Desde ese día ya no confía en nadie, y tiene razón de ser. En Madrid también le han robado obras, en la calle dónde pinta. El mes pasado le robaron una obra titulada “Adán y Eva” y  no pudo denunciar –nos dice–  porque él no tiene permiso para vender en la calle. Un leve descuido y desaparecen,  por eso no las trae y se limita a poner una hucha, en la que la gente deposita alguna moneda a su paso. A veces logra 10 o 15 euros diarios y con un poco de suerte que algún entendido, se interese realmente en lo que él hace y compre alguna de sus obras. Se alegra al decirlo y le tiembla la voz “me siento orgulloso y cumplido, no tengo dinero pero tengo mis obras, mi trabajo y eso vale mucho más”. Relata que no tiene vendidas muchas obras, que él talla pero no es negociador  “a la gente no le gusta el precio y a mí no me gusta regatear, así que las obras se quedan sin vender”.

Se lamenta de que su trabajo no sea reconocido y que casi nadie conozca su talento porque ha estado siempre “escondido” tanto en España como en Rumanía. Quién no lo conoce no puede ayudarlo y sin ayuda económica es imposible salir adelante. En su tierra natal quiénes lo conocían y valoraban le daban apoyo moral, que siguiera adelante ¿pero cómo seguir sin recursos económicos? se pregunta. Yo quiero trabajar con mis ideas, no sólo con mis manos, pero para crear una obra personal se necesita tiempo para pensar y un lugar apropiado para trabajar, y con su actual situación económica es imposible. Por el momento sólo trabaja en la calle reproduciendo en la madera obras de otros artistas. 

No se autodefine a sí mismo como artista, porque los artistas no están cómo él tirados en la calle. Un artista debería vivir dignamente cómo una persona decente y no de esta manera, comenta. Yo soy gitano y no me reconocen cómo artista, no quieren reconocerme y me identifican cómo cosa mala, lamenta.

El colectivo gitano en España  sufre  un alto grado de discriminación y prejuicios  por parte de la población, excluyéndolos del mercado formal de trabajo. Un discurso negativo y xenófobo asociado a la marginalidad y la delincuencia, acompaña habitualmente a la designación de los gitanos rumanos residentes en España. Un grupo social poco numeroso, que es visto por la mayoría de la población autóctona de forma negativa en base al gran desconocimiento que existe sobre la misma. Magiaru y su familia no son ajenos a ello y han sufrido en carne propia esta discriminación. 

Este hombre de 64 años, que  desde  niño talla  la madera  –moldeando en ella temas religiosos, históricos y/o imágenes de la naturaleza–   no dispone de elementos ni de un sitio adecuado para ejercer su oficio. Trabaja la madera que sus hijos consiguen y le traen desde la recolección diaria de chatarra por las calles de Madrid.

En el suelo, tallando y pintando la madera con la compañía de una pequeño radio, sueña con el día que alguien reconozca su valía cómo artista y le ayude económicamente para poder salir de la calle y tallar en un sitio propicio. Él y su cansado cuerpo no piden más, sólo un lugar adecuado para ejercer su arte con dignidad.

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