Protección perpetua versus cadena perpetua
Por Juan de Dios Ramírez-Heredia

El pasado sábado, día 30 de agosto, el diario EL MUNDO publicó una versión ligeramente resumida de un artículo escrito por el presidente de la Unión Romaní a propósito de la campaña emprendida por la familia de la niña Mari Luz, asesinada por un miserable pederastra.
      Nuestra organización, que desde el primer momento estuvo junto a Juan José Cortés, padre de la niña, manifiesta ahora, con el sosiego y el rigor con que estos delicados temas deben ser abordados, que el debate sobre la cadena perpetua es posible en nuestro país. Que nadie haga de nuestras palabras un uso tendencioso o equívoco. Cuando sostenemos que el debate es posible lo hacemos desde la convicción democrática de que todas las leyes -incluida la Constitución- pueden ser cambiadas, y por lo tanto debatidas. De la misma forma que entendemos que los dos millones de firmas que apoyan la petición de los padres de la niña Mari Luz merecen, al menos, unos minutos de atención por parte de los legisladores allí donde se hacen las leyes, que es el el Congreso de los Diputados.

      01.09.2008 / Para que nadie se llame a engaño permítanme decir al comienzo de estas líneas que apoyo firmemente la petición del padre de la inocente niña Mari Luz, muerta a manos de un miserable pederasta, para que en nuestro Código Penal se recoja adecuadamente el endurecimiento de la pena que pueda corresponderle a quienes abusan, torturan o asesinan a las niñas. Hecha esta manifestación de voluntad, quisiera añadir algunas consideraciones personales con el fin de contribuir al necesario debate que sobre esta materia se ha abierto en la opinión pública. Debate vivo y de rabiosa actualidad aunque algunos dirigentes de la clase política se nieguen a reconocerlo.
     Debo manifestar, igualmente, que mi testimonio puede ser enjuiciado con todos los pronunciamientos, tanto favorables como desestimatorios, por el hecho de que yo también soy gitano, como el padre de Mari Luz y que mi solidaridad con esta familia tiene lazos ancestrales que van más allá de la tragedia que están atravesando. La causa por la que Juan José Cortés está luchando es una causa justa y, en su virtud, puede exigirme a mí, como gitano, que me sitúe junto a él hasta lograr que sus aspiraciones se vean cumplidas. Dicho todo lo anterior aporto al debate las siguientes consideraciones.
     En primer lugar, observo que en este asunto flota una especia de  logofobia que empuja a una parte de nuestros políticos a temer pronunciar las palabras “cadena perpetua” o “reclusión perpetua”. Con una simpleza digna de mejor causa, hay personas que descalifican a quienes sostienen su validez en el seno del ordenamiento jurídico de un Estado regido por normas democráticas, como si sus defensores fueran “fachas” enemigos de la vigencia superior que en una sociedad moderna y civilizada debe tener el Estado de Derecho. Reconozcamos, como mínimo, que hablar de “reclusión perpetua” no es hoy “políticamente correcto” y que quien lo hace corre el grave riesgo de ser  fácilmente  descalificado.
     Sin embargo, a pesar de que en países como Italia, Francia, Alemania o el Reino Unido existe la “cadena perpetua” y hayamos conocido en todos ellos tanto a gobiernos conservadores como de izquierda, a nadie se le ha ocurrido poner en cuarentena a estas democracias por el hecho de conservar en sus códigos esta figura penal. ¿Qué ocurre, pues? Sencillamente que estamos utilizando mal el lenguaje. Por lo visto, para nosotros “cadena perpetua” quiere decir una cosa y para ellos otra. ¡Con cuanta razón Juan Ramón Jiménez, que era de Huelva como la niña Mari Luz, decía “Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas”!
     Los seres humanos necesitamos las palabras para poder comunicarnos. Y cuando las palabras representan conceptos comúnmente aceptados, es entonces cuando se produce el entendimiento y es posible el acuerdo o la discrepancia razonada.  Lo malo es cuando cada uno entiende que las mismas palabras tienen significados distintos. Por lo general en estos casos es imposible llegar a algún acuerdo.
     El conceptismo, que como figura literaria relaciona las palabras con las ideas, fracasa rotundamente cuando se aplica al mundo del Derecho. Si es cierto que Baltasar Gracián entiende el conceptismo como “la concisión de la expresión y la intensidad semántica de las palabras, que se cargan de significados, adoptando varios sentidos”, hemos de concluir que, cuando utilizamos la figura de la “cadena perpetua”, la inteligencia popular entiende “reclusión de por vida” mientras que en el lenguaje forense se interpreta como una especie de “prisión por tiempo indefinido”. Más lamentable es sin duda la definición peyorativa que corre en ciertos ambientes: “Cadena perpetua: dícese del tiempo que le toma a un delincuente transitar el camino desde la entrada de la prisión hasta la salida en el lado opuesto del edificio”. En un interesante artículo sobre el lenguaje forense, Alexis Márquez ha escrito que “Hay un campo en que la ambigüedad resulta particularmente peligrosa: el Derecho. El lenguaje forense requiere de la claridad y la precisión como la vida humana requiere del aire. El léxico ha de emplearse en la actividad judicial con una precisión que no deje dudas ni permita diversas interpretaciones”.
     Por eso, insisto en que es necesario un debate en el que, al menos, las palabras muestren lo que realmente el legislador ―único que puede hacer una interpretación literal de la norma que sea indubitable― ha querido decir al hacer la ley.
Pero mientras esa interpretación no llega, nos encontramos con que los millones de firmas que ha conseguido el padre de Mari Luz para que nuestros legisladores contemplen la introducción en nuestro ordenamiento penal de la “cadena perpetua” pueden no servir para nada a causa de la interpretación que algunos políticos ―y también juristas muy prestigiosos― hacen del texto constitucional. Efectivamente, José Antonio Alonso, que además de haber sido ministro ha ejercido durante algunos años un importante papel como miembro del Consejo General del Poder Judicial, y que ahora es el portavoz parlamentario de mi propio partido, el PSOE, dice que la petición de Juan José Cortés no es posible porque “choca con la Constitución”. Y Federico Trillo, que ostentó en representación del Partido Popular el mismo ministerio que el señor Alonso y que actualmente es el responsable de Justicia del PP en el Congreso de los Diputados, ha sido más concluyente: "En la interpretación más estricta de la Constitución no cabe la pena de reclusión perpetua. No la vamos a plantear".
     Parecería, pues, ocioso intentar librar una batalla allí donde se hacen las leyes cuando quienes ostentan más del 90 por ciento de la representación política del pueblo español se niegan en redondo a admitir a trámite la pretensión de Juan José Cortés y de sus más de dos millones de acompañantes. Pero como de lo que se trata es de interpretar lo que dice la Constitución y no de un enfrentamiento partidista ―al menos en esto el PSOE y el PP están de acuerdo― me uno a quienes sostienen que ni la petición de Juan José Cortes “choca frontalmente con la Constitución” ni nuestra Carta Magna puede ser objeto exclusivamente de la “interpretación más estricta”.
     Tal vez sería bueno empezar esta parte de mis reflexiones diciendo que la Constitución no es “Palabra de Dios” en el sentido de inmutabilidad que esta expresión encierra. La Constitución, como todo el Derecho, es susceptible de interpretación. Efectivamente, unos entienden que el artículo 25.2 de la Constitución  que dice que "las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social", impide que una persona pueda ser recluida de por vida en una cárcel, porque con esa condena se le niega el derecho a la reinserción, ya que no podrá volver a vivir en sociedad. Sin embargo, el punto 2 de del artículo 25 invocado no acaba ahí sino que añade otras consideraciones sobre las que cabe sustentar interpretaciones diversas. Obligado por la brevedad que un comentario periodístico impone, manifiesto que el apartado 2 del artículo 25 muestra un conglomerado de principios poco claros destinados al legislador que es quien luego los deberá convertir en leyes. Por ejemplo la Ley Orgánica 1/1979 de 26 de septiembre, General Penitenciaria.
     Me gustaría, aunque sólo sea porque me he situado en este debate non nato en la posición de lo que algunos llaman lo políticamente incorrecto, que no se despachara el asunto con la facilidad con que la mayoría de mis interlocutores prescinden de cualquier análisis jurídico-doctrinal para sentenciar que no cabe ninguna otra interpretación que la manifestada por los portavoces del PSOE y del PP. ¡Como si la cosa fuera tan fácil! Millones de páginas se han escrito sobre la interpretación de las leyes. Y es natural. El Derecho es cosa de hombres y de mujeres, seres vivos que tienen emociones y que se identifican en mayor o menor medida con los problemas de sus semejantes. Si las leyes no necesitaran ser interpretadas no haría falta ni el Tribunal Constitucional ni ningún otro tribunal. Bastaría hoy con introducir los datos del litigio en un ordenador que elaboraría rápidamente una sentencia. Pero, gracias a Dios, no es así, aunque, en ocasiones a uno le parezca que lo que decía Gerónymo de Cevallos en el siglo XVII difiere muy poco de la realidad: “jamás se han visto tantos tribunales y menos justicia”.
     Los puntos 1 y 3 del artículo 25 de la Constitución contemplan derechos fundamentales de los condenados que sí son susceptibles de ser recurridos ante el Tribunal Constitucional, pero el punto dos ―ése en el que se fijan quienes sostienen la inconstitucionalidad de la cadena perpetua― no garantiza ningún derecho de los condenados. Así lo ha manifestado el Alto Tribunal español en sus Sentencias 28/1988 y 81/1997 de 22 de abril. El profesor Canosa Usera resume con claridad lo que decimos: “No existe, pues, un derecho a la reeducación o a la reinserción social, pues tanto una como otra son objetivos, metas a alcanzar con la ejecución de la pena”. ¿Cabe, por lo tanto, algún tipo de interpretación jurídico penal que garantice la protección de la sociedad frente a individuos, autores de delitos horrendos, si la meta de la reeducación e inserción social no se ha alcanzado?
     A veces la doctrina aparentemente superada de los grandes maestros del pensamiento jurídico cobra fuerza de patente actualidad. Durante mucho tiempo Savigny sostuvo que la ley era la fuente originaria de todo derecho, hasta que, en palabras del profesor Manuel Aragón, llegó a “destronar a la ley de ese lugar primordial y a poner en su lugar la “convicción jurídica común de la sociedad”, o, en palabras que harían fortuna, “el espíritu del pueblo”. La tesis central ahora defendida por Savigny y a la que seguro se apuntaría Juan José Cortés, la resume con claridad el profesor Francisco Contreras: “No es cierto que el Derecho nazca “de las leyes, es decir, de disposiciones expresas del poder estatal supremo”, sino que, en realidad, “la sede propia del Derecho es la conciencia común del pueblo [...], es decir, todo Derecho es originado primeramente por la costumbre y las creencias del pueblo [...] y, por tanto, [...] en virtud de fuerzas internas, que actúan calladamente, y no en virtud del arbitrio de un legislador”
     En nuestro caso, sentado el principio de que el artículo 25.2 de la Constitución puede ser interpretado y que las fuerzas políticas tienen el deber de conocer las inquietudes de la población a la que dicen representar, abogamos por que se abra un debate que ayude a clarificar, al menos los siguientes extremos:

     Primero: que juristas y legisladores se pongan de acuerdo en la utilización exacta y precisa del lenguaje. Para unos “cadena perpetua” es la reclusión del condenado en prisión durante toda su vida. Para otros no es inconstitucional la cadena perpetua si se entiende como una condena que puede ser conmutada en cualquier momento.

     Segundo: Si se acepta el término conviene precisar con claridad su alcance. No sólo en cuanto a los delitos a los que pueda afectar —el padre de Mari Luz y yo nos estamos refiriendo a los asesinos y violadores de niñas— sino a los límites exactos de su alcance en el tiempo, con el fin de que no quede la más mínima duda del periodo de reclusión que ha de sufrir el condenado, antes de que pudiera iniciarse cualquier tipo de revisión de la condena.

     Tercero: Siendo esta una condena de tanta trascendencia, quisiera dejar en el aire una pregunta de gran calado social: ¿no sería conveniente que, una vez cumplidos los requisitos que marcara la ley para hacer compatible la condena con la recomendación constitucional de la reinserción social de los presos, se exigiera también el perdón de las víctimas directas, o al menos su no oposición al inicio del procedimiento?

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